A mis amigas y a mi nos ha dado la fiebre de ClassPass. Una aplicación que te deja reservar clases aleatorias de diferentes gimnasios sin nunca tener que comprometerse a uno (una excelente premisa). Cancelar cuesta 12€ y no os creáis que me me frena tener que desembolsarlos. Ya son varios los cargos en mi tarjeta por no haber ido. El precio a pagar por quedarme debajo de la manta viendo TikTok una tarde (y con la conciencia muy tranquila). También es el precio a pagar por no hacer el ridículo en una clase rodeada de guiris. Es tal la facilidad de bajarme del barco que he desarrollado, que el otro día probando una clase de yoga (sola) estuve a unos segundos de irme cuando estaba a punto de entrar. Pero no por pereza, si no por miedo a ser la peor. A veces alguien arriba te escucha, y la profesora me sacó delante de toda la clase para enseñar unos ejercicios. Y no pasó nada, nadie me miró raro, y no fue el fin del mundo. Cuando volví a casa, no dejaba de acordarme de la canción de Phineas y Ferb en la que la hermana mayor, Candace, canta a pleno pulmón: '¡Me rendí!' (Y me alegré de no haber sido ella).
En mis últimas sesiones con mi psicóloga A., hemos representado mi cabeza como una casa con distintas habitaciones. Mi ansiedad, personificada en una entidad llamada Pepita (que de repente toma el control de mi vida y hace y dice cosas a las que supuestamente tengo que responder, pero que no reconozco ni haber ni hecho ni dicho), después de haber estado años viviendo en una habitación con baño en suite, ahora vive recluida en el ático. Es como una versión inventada por mí del cuadro de mando de Inside Out, solo que en este caso, solo hay una reina y señora, y es Pepita. Normalmente intento mantenerla atada de pies y manos, pero conoce todos los secretos de la casa.
He hablado con mi amiga M. sobre "certezas" muchas veces, incluyendo que no asistiré a un concierto de The Lumineers, no recibiré la visita de ningún novio en Dublín y no viajaré a París con mi novio (al menos no la primera vez que vaya), y así he ido creando escudos con los que protegerme de lo que pueda pasar. A medida que conozco a nuevas personas, añado a la lista la probabilidad de no viajar con B. en verano o de que M. nunca haga una visita, y alguna positiva, como encontrarme de nuevo con C.. Una parte de mí cree que de esta manera, la decepción será menor si alguna de estas situaciones llega a ocurrir, y Pepita desde el ático gritará que ya lo había advertido. Si me encuentro en la situación de estar conociendo a alguien, estoy en una incesante búsqueda de indicios de que me van a decepcionar. De hecho, un día mi amiga S. me preguntó: “¿pero tú lo estás disfrutando?” La respuesta era claramente que no. Cuando del amor se trata, Pepita preside la mesa del comedor. Estoy constantemente a la espera de que esa persona haga algo inesperado (o esperado como quieras mirarlo), pensando que tras el último mensaje no habrá más, que un día se despertarán diciendo que no era lo que realmente buscaban; y así me adentró en el espiral de la locura de buscar pruebas que confirmen mis sospechas y a la vez deseando no encontrarlas nunca. En estas situaciones, siento una resistencia similar a cuando en Menorca mi amiga J. y yo nos tiramos desde un acantilado al mar. Yo siempre tardó varios minutos en atreverme a lanzarme hasta que finalmente salto. En el terreno del amor, parece que hay diez Pepitas que me instan a quedarme en tierra, y estoy yo peleándome sola contra ellas. Muchas veces quisiera ahogar a Pepita, pero me he dado cuenta de que todos tenemos a alguien. Alguien que ha nacido por X o por Y, que inevitablemente forma parte de nosotros y que grita desde el ático en modo sobreprotector.
Hace un tiempo leí esta frase de una canción de Deluxe que dice: “quise salir huyendo, pero no fue el amor tan cobarde”; y este tuit de Xacobe Pato que desde que me tope con él no he sido la misma: “qué cosa tan impresionante - por violenta y delicada - cuando dos personas que están conociéndose son conscientes de que ya es tarde para salir intactos”. Podemos vivir eternamente contemplando las vistas desde las rocas; seguros y secos, y nunca atrevernos a saltar (y no digo que no se esté bien) o podemos romper con nuestras Pepitas y lanzarnos al mar o a clase de yoga. A mi me requiere una gran dosis de fé y valentía que, por ejemplo mi hermano N. tiene en abundancia porque se tira de rocas mucho más altas que yo siempre. Nadie te asegura que no te vayas a romper una pierna en la caída (aunque lo más probable sea que no pase), nadie te asegura que la persona con la que vas a saltar se vaya a tirar contigo y nadie te asegura que no te vayas a encontrar otro verano en las mismas, pero llega un momento en el que, por las razones por las que lo hagas (incluso si alguien te empuja), tienes que tirarte. A veces un paso atrás no te asegura salir ileso. ¿Sería más cómodo para todos no atreverse y quedarse tirado en el sofá? Seguramente sí, pero esa no es forma de crecer. Cuando te lanzas, las vistas son increíbles y la sensación de paz flotando en el agua suele ser mayor que el miedo a saltar y ¿quién te dice que la persona con la que te tiras no tenga también a su Pepito?
Me inspira:
Santi Isla (como siempre) con su último temazo: un empujón. Puso en un post el otro día que tardó 10 minutos en escribirlo. Me transmite tanta rabia y tanto enfado con la vida que me encanta.
Mi cena con BM (como siempre) y mis clases con C. y S..
El capítulo de Hotel Jorge Juan con Leticia Sala.
Hasta las próximas Tónicas,
Terrific P.
Ahora tengo ganas de ver Inside Out
La dueña de la casa de Pepita me ha dicho más de una vez que a veces hay que ir con todo…
Hablaban Javier Aznar y Leticia Sala de la capacidad de hacerse preguntas… sin ellas no habría Pepitas, así que algo estamos haciendo bien 💛